domingo, 12 de febrero de 2012

El Triste Adiós


Cuando llegué, ella ya estaba allí, esperándome con la mirada perdida y un inconfundible aire de melancolía en el rostro. Como despertándose de un sueño, se percató de mi presencia y se acercó a mí con andares tristes. Justo cuando iba a preguntarle qué es lo que le ocurría, ella silenció mis labios con su índice y depositó en ellos un beso.

Y es que, amigos míos, hay un sinfín de tipos de besos. Besos de pura cortesía, besos con los que los amigos vuelven a sellar su amistad, besos con que los amantes encienden la más ardorosa de las pasiones para después disolverla, besos tiernos con los que la madre protege el sueño del niño de los monstruos más terribles... Aquel beso era de despedida.

No fue un beso fogoso como aquellos a los que ella me tenía acostumbrado, sino todo lo contrario, gentil y delicado, pensado para ser breve e indoloro. Pero no pudimos evitar alargarlo, y con él, nuestra agonía. Cada segundo se hacía dulcemente eterno, parecía que el tiempo se había congelado a nuestro alrededor, pero solo hasta que ambos, casi al unísono, rompimos a llorar. Las lágrimas se deslizaban a trompicones por nuestras mejillas hasta llegar a nuestros labios, mezclándose su sabor con el del propio beso y convirtiendo en mágico este trágico episodio.

En un vano intento de hacer que este momento no se acabara, acerqué mis manos a su rostro y sostuve sus mejillas, bañadas por un fino arroyo de lágrimas. Mas ella, queriendo poner fin a nuestro dolor, las apartó con irresistible suavidad y me lanzó, con los ojos empañados de lágrimas, una mirada terrible, una firma escrita con el río de sus ojos en vez de tinta. Pero no me iba a rendir: sostuve aquella mirada con los últimos restos de mi fuerza de voluntad y envolví sus manos en las mías.

Entonces pasó lo que me convenció de que era de verdad el final: a través de sus manos sentí los latidos de su corazón. Estaba sufriendo. Latía con fuerza y velocidad: buscaba salir de su pecho para detenerse y poner fin a su agonía y a la de su ama. Me sentía como el niño que sostiene un pajarillo entre sus manos, no queriendo dejarlo marchar a sabiendas de que huirá para siempre, pero siendo consciente en el fondo de que ha de dejarlo libre para que pueda vivir. Abrí las manos y dejé que las suyas se deslizaran fuera de su prisión y fueran libres. La dejé marchar con su corazón tan roto como el mío.

No me dijo una sola palabra, no lo necesitó. No supe el porqué, no lo quería saber. Pero no pude resistir la tentación, mientras me alejaba, de volverme para verla una vez más. Alcancé a ver como la figura de aquella mujer, bella como nunca a la tenue luz del atardecer; aquella mujer a la que me había entregado en cuerpo y alma, con la que había reído y llorado, a la que había amado más que a nada en el mundo y con la que había sido feliz; se alejaba lentamente hasta desaparecer por siempre de mi vida.

Pero no lloréis por mí, amigos míos, porque si, por aquel entonces, ella ocupaba todo mi corazón bajo el manto del amor, hoy, que ya soy viejo y mi vida se acerca a su fin, no ocupa más que una pequeña parte de mi mente en forma de recuerdo. Sin embargo, ella está destinada a no ser olvidada, puesto que me hizo una herida muy profunda que nunca ha llegado a sanar del todo, una cicatriz en mi alma. Una de las muchas que ya había. Una de las muchísimas que todavía estaban por llegar.